miércoles, 12 de julio de 2006

OPINIÓN - Una nueva ley de educación

POR OSVALDO ALVAREZ GUERRERO



La cuestión educativa registra en todo el mundo un nuevo impulso, contradictorio e inquieto, a veces un poco impostado y otras más bien fatuo, con las promesas de la así llamada "sociedad de la información" y los avances de las tecnologías comunicativas. El presidente de la Nación ha anunciado una nueva Ley Federal de Educación, para reemplazar la actual dictada hace apenas una década. El ministro de Educación afirmó, a su vez, que dicha norma sería el resultado de un "gran debate nacional", sin definir por qué, ni para qué será la nueva ley, ni los objetivos que el gobierno tiene al respecto. Su gestión, por lo menos a la vista, se reduce a seducir a dirigentes gremiales, a las esporádicas campañas de regalar libros en las canchas de fútbol o en las playas, o a la enigmática afirmación denunciando que la enseñanza media adolece de "pérdida de la identidad".



Según una suerte de reconocimiento unánime, hay en el sistema educativo un desbarajuste integral, desde el nivel primario hasta el universitario. ¿Qué decir, por ejemplo, de la grosera irracionalidad de algunos movimientos estudiantiles, de la intrigas y luchas por el poder que se desatan en el claustro de los profesores –más perversas aun que las denostadas camandulerías de la dirigencia política– que avergüenzan a la Universidad de Buenos Aires? Pero esa proclamada homogeneidad de la crisis y la reforma carece del examen crítico e iluminador y de propuestas sinceras. Pocas veces se discute en qué consiste la crisis, cuáles son en rigor sus causas y hasta qué punto se las quiere revelar y relevar.



Y ese es, precisamente, el nudo del drama educativo de la Argentina: en los hechos el sistema ni siquiera es útil, como en realidad pretende, para un determinado modelo de sociedad. Excepto para el lucro y el comercio que de la educación se hace en los grandes centros urbanos. Y he ahí una de sus grandes paradojas: alabada como imprescindible, como exigencia de supervivencia en un mundo de dura competencia, en la que sólo ganan los mejores, se impone consecuentemente su mercantilización. Sólo los que pueden pagar la excelencia alcanzarán el edén, no ya de la felicidad, sino el umbral al mercado de trabajo lucrativo. Por lo tanto, el servicio educativo resulta una mercancía sujeta a los vaivenes de la ley de la oferta y la demanda y sus cálculos de lucro.



Arriesgo una hipótesis: el sistema, incluyendo el sector estatal y el privado, ha perdido su sentido igualitario, aunque lo invoque y lo proclame. En los tiempos en que las técnicas didácticas, las estrategias comunicacionales y la informática han hecho avances espectaculares, se ha trastocado el norte de la pedagogía. Se invoca uno pero se concreta otro. Todo está reglamentado, regido, sistematizado, evaluado, pero al propio tiempo desarticulado por las pequeñas políticas parciales, sindicales, corporativas, didácticas, edilicias, organizacionales. Todo es formación, metodología, instrumentación, institucionalidad geométrica y cristalizada, inoperante y fútil, descreída e increíble. Al final, no hay ninguna política clara y de futuro. Y si algo singular tiene la política educativa es su anexión al futuro, porque la educación se da siempre para el futuro. ¿Puede sospecharse que la perfección de estos dislates y carencias sea el efecto realmente querido y oculto de quienes se burlan, en la intimidad de los despachos, de sus propias proclamas? El problema no es de leyes, es de prácticas.



Pero "todas las personas pueden aprender, y el maestro puede enseñar lo que no sabe, instando al alumno al desafío de aprender por sí mismo, obligándose a usar su propia inteligencia": esa era la función del maestro emancipador lanzada por Joseph Jacotot, un científico francés que revolucionó la pedagogía, a principios del siglo XIX, el siglo de los grandes educadores. Su búsqueda trascendía lo educacional para incursionar en la política en su más amplia acepción. No se trataba de imponer la igualdad, sino de verificarla. No se llega a la igualdad por la evolución educativa: la igualdad esta ahí desde el principio. Sólo hace falta ponerla en acto. La igualdad es un punto de partida, no de llegada. Esta suposición esta ficción teórica, si se persiste en ella, si se mantiene en toda circunstancia, tiene revulsivos efectos sobre el orden establecido. Tanto como la suposición opuesta de la desigualdad natural para una democracia auténtica.



La emancipación de los pobres, decía el profesor Jacotot en 1838, no es equivalente a la instrucción y formateo del pueblo. La igualdad es la inteligencia, una igualdad que se impone no por la ley ni por la fuerza, sino por el despertar de la conciencia individual. A nadie le está negado aprender, siempre y cuando confíe en que aprenderá. Y para ello, para establecer esa confianza del "tú puedes saber" está el maestro emancipador... No para explicar una sabiduría reproductora de las injusticias, y así naturalizarlas y admitirlas como normales. Ni para reconocer la división entre los sabios y los ignorantes, los inteligentes y los tontos, los capaces y los incapaces. Jacotot pertenece a esa tradición magnífica de los maestros que, desde Sócrates, revelan las ignorancias establecidas de un tácito estatuto del privilegio, que preconiza lo inexorablemente desigual.



El creía en el individuo que, sabiéndose igual a cualquiera, tiene la voluntad de emanciparse. Le decía al hombre de pueblo: si sabes algo, puedes aprender todo lo que quieras si ponemos voluntad en ello, porque "podemos tener todas las ideas que queremos". ¡Todas las ideas que queremos! Advierta el lector la dimensión de ese reto. Es que el problema, para Jacotot, no era la instrucción del pueblo: se instruye a los reclutas de un ejército disciplinado y en las tiranías. Su problema era la emancipación, para que todo hombre del pueblo pueda descubrir su dignidad de hombre, tomar conciencia de su potencia intelectual y decidir como la utilizará. "Todos tenemos igual capacidad para aprender, sólo que debemos ejercer la voluntad para hacerlo", afirmaba, a su vez nuestro Sarmiento en sus "Recuerdos de Provincia". "Por eso desde niño yo he inducido a los demás a aprender".



Pero, hoy por hoy, el discurso educativo de la buena voluntad y las buenas intenciones ha caído en una rutina de queja que, como toda rutina, es pusilánime. Se reduce a excusar el sistema escolar porque, en las malas condiciones sociales y económicas, dicen que los chicos son "ineducables". Aberrante conclusión que reafirma la impotencia y ratifica la normalidad de lo injusto. Por un lado se proclama la libertad de enseñar, la búsqueda de excelencia, la selección de los mejores, la calidad de la enseñanza y se construye la desigualdad natural, dejando todo a las iniciativas del mercado. Mientras que por el otro, se repite que la educación pública es la única que iguala y da oportunidades para todos. Entonces se alega el papel preponderante y obligado del Estado, inscripto en la Constitución. Pero esa obligación se muestra como una pesada carga imposible de ser arrastrada por el gobierno, al que nunca le alcanza el presupuesto. El Estado es, desde luego, el principal responsable. No porque educar al soberano sea su misión indelegable, como lo es, sino porque sus funcionarios, más que expertos neutrales y estadígrafos evaluadores, debieran ser entusiastas, esperanzados y convencidos ejecutores de una educación emancipadora, que es la política democrática por excelencia.



¡Qué bien nos vendrían, pues, los vientos ya lejanos de las experiencias de Jacotot, los ecos de la epopeya sarmientina, el impulso de nuestros reformistas de 1918 cuando vapuleaban el sopor escolástico de los "dueños de la cátedra"! O, por buscar algún ejemplo más cercano, la Universidad que en 1966 – cuando era la más moderna y prestigiosa de América– fue aniquilada por una dictadura retardataria y dogmática. Si aquellos vientos, esos ecos e impulsos se reactivaran... ¡atención, los oligarcas de academia, los sátrapas de la jerga seudo pedagógica, los gerentes del mercantilismo educativo y los jerarcas de una universidad mezquina y cerrada! Entonces se comprenderá que la educación, como la libertad, no se otorga: se conquista y se gana.



Fuente: Diario Río Negro

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