Por NÉLIDA BAIGORRIA
Los archivos que guardan, con celo, secretos de trascendentes períodos vividos en el pasado de los pueblos se abren y cobran luz para la investigación histórica veinticinco años después de acontecidos, cinco lustros en los cuales, supuestamente, la razón y la templanza se han impuesto a las pasiones exacerbadas que siempre entrañan las luchas ideológicas o étnicas y los conflictos bélicos.
En nuestro país, no obstante, un silencio letal se cierne sobre todo lo acaecido en el ciclo 1943-1955. Aparecen, por acaso, referencias aisladas, pero pese a que ya vencieron todos los tiempos para un encuentro con ese trecho del pasado –más de seis décadas– se cobijan aún como secretos insondables, conductas y sucesos históricos que tanto ayudarían a comprender nuestro presente.
El llamado del presidente Kirchner a integrar ese galimatías denominado “concertación plural” y la algazara que ese convite genera en ciertos sectores de la oposición, hoy investidos de altas responsabilidades públicas merced a su pertenencia a otras divisas políticas, imponen un retorno a esa década borrada de la memoria colectiva, puesto que en ella se atesoran, también, ejemplos de ética política frente a una disyuntiva homóloga a la que hoy vive la República.
1945 desgranaba sus días en un clima ambivalente ante la victoria de unos y la derrota de otros. En el orden mundial, Hiroshima y Nagasaki habían sido la última y despiadada estribación de una guerra crudelísima en la que se jugó el destino de la humanidad. Y mientras vencedores y vencidos –entre ruinas y el recuerdo del horror– con voluntad férrea comenzaron la durísima empresa de desmontar las estructuras totalitarias y volver a gozar la plenitud de la paz, en ese mismo lapso nuestro país, como antítesis, empezaba a debatirse entre dos concepciones antagónicas en cuanto al ejercicio republicano del poder y los valores inherentes a la vigencia de la democracia, o un sistema corporativo ajeno a nuestra tradición histórica.
Juan Perón, sin el respaldo de un partido político vigoroso y orgánico que operara como fuerza de cohesión para los sectores heterogéneos y dispersos que lo apoyaban, pensó, hábilmente, que una fórmula presidencial compartida con algún prestigioso dirigente de la UCR garantizaría un resonante triunfo, impresionaría como un proyecto de unidad nacional y, simultáneamente, lograría la hibridación del radicalismo, que, al perder su identidad y, por ende, su condición opositora, quedaría asimilado a eso que Perón llamaba “el movimiento nacional justicialista”, cuya doctrina identificaba con las raíces de la patria y fuera de la cual existían no adversarios sino enemigos.
El elegido fue un dirigente cordobés, probado en la gestión de gobierno durante su mandato como excelente gobernador de su provincia. Hombre austero, probo, intransigente en la defensa de los principios, se llamaba Amadeo Sabattini. En el encuentro –aquí cabe el presente histórico– Juan Perón le ofrece la vicepresidencia, que don Amadeo declina, porque su adscripción político-filosófica no se compadece con la ideología de quien ejercerá el Poder Ejecutivo y porque sabe, además, que el acuerdo en los primeros principios y los fines últimos sólo puede darse entre fuerzas heterogéneas cuando existe la misma concepción acerca de la libertad, de la justicia, del derecho, del respeto irrestricto a la Constitución Nacional, en síntesis, del hombre y su destino.
Amadeo Sabattini no necesitó convocatorias partidarias ni cónclaves sibilinos para dirimir la propuesta: dijo no, con la certeza absoluta de que esa intransigencia fundada en la razón preservaría los valores que, históricamente, su partido había defendido.
Desgajar ese lejano recuerdo y trabajar sobre una prospectiva del pasado parecería un ejercicio intelectual de futurología acientífica, dado que se trata de presunciones e hipótesis sobre hechos no consumados. Sin embargo, y desafiando el riesgo, se justifican ciertas preguntas retóricas que tal vez susciten alguna reflexión en quienes hoy celebran la posibilidad de un binomio compartido o de una “concertación a lo Kirchner”.
Si Sabattini hubiera sido vicepresidente, ¿habría podido constituirse el glorioso bloque de los 44 diputados radicales, de inflexible oposición a los desbordes del poder? ¿Habría podido evitar, por ejemplo, la integración de la Corte Suprema con miembros de la familia Duarte, la afiliación obligatoria, el monopolio absoluto de los medios de difusión, la incautación de diarios independientes, la censura sobre todo aspecto de actividad cultural, la anulación de la Reforma Universitaria, la derogación virtual de la ley de educación común 1420, el adoctrinamiento en las aulas por medio de textos laudatorios de la pareja gobernante, su doctrina y sus iconos, el decreto 19.376/51 estado de guerra interno, la cárcel o el exilio de tantos argentinos ilustres (políticos, sacerdotes, artistas, científicos, gremialistas), la ausencia de los derechos humanos, de las libertades públicas e individuales?
Si Sabattini hubiera sido vicepresidente, la hibridación de su partido habría sido fatal –en su sentido filosófico– y, perdidas sus banderas, se habría reducido a un grupúsculo amorfo sin identidad, luego de una devastadora diáspora de dirigentes y afiliados frente a la claudicación de principios inscriptos en la génesis de su profesión de fe doctrinaria.
La concertación, por el contrario, exige un trabajoso acuerdo sobre la base de principios indeclinables, compartidos y, bajo juramento, de ceñirse a ellos. Y ejecutarlos cualesquiera fuesen los factores de poder que incidieran para impedirlo. La concertación no es una cartilla dogmática que inhiba la plasticidad imprescindible ante las contingencias propias de la función de gobierno; no tiene tampoco propósitos electoralistas mezquinos; involucra sí un compromiso de honor cuyo incumplimiento entra en las prescripciones del artículo 29 de la Constitución Nacional.
¿Qué es, entonces, la “concertación plural” que el Gobierno propone si no un acuerdo para el dominio máximo del poder político centrado en el PE y los organismos del partido gobernante?
¿Es concertación, o debe llamarse contubernio? Según nuestra lengua, “alianza vituperable”, es decir, deshonesta. ¿Volverá, con similar ropaje, la vieja estrategia peronista de captar a la oposición o en su defecto aniquilarla para erigirse como poder absoluto, exento de controles, remedo de las monarquías absolutistas, prerrevolución francesa o las dictaduras totalitarias que asolaron el siglo XX?
Se aducirá que los tiempos han cambiado, que el mundo es otro, por lo tanto, la comparación con los hechos del pasado y las conductas intransigentes no tienen cabida porque las demandas regionales o locales tornan preciso contemporizar con el poder central para garantizar la gobernabilidad de cada jurisdicción. Este argumento falaz responde a una dialéctica instrumentada con el propósito de absolver posiciones incompatibles con la defensa de las instituciones republicanas.
Tres años de gobierno atestiguan que el ADN del peronismo es intangible al paso del tiempo y de los procesos históricos; en consecuencia, no habrá concertación, ni “singular” ni “plural”, que modifique su constitución genética, y quienes la acuerden quedarán cautivos en el proyecto hegemónico y antirrepublicano que tan palmariamente se explicita en la conducta y los actos de los gobernantes.
En efecto, para corroborar que este juicio se fundamenta en la experiencia vivida y en una prospectiva fundada en ella, el 29 de junio, día en el cual cinco gobernadores radicales se sentaron a la mesa presidencial para tratar temas atinentes a la mentada “concertación”, dos hechos revelaron la inamovilidad del pensamiento único que maneja el Gobierno y su desdén por los valores democráticos y por quienes los encarnan. Ese día –nuevamente el presente histórico– se envía al Congreso un proyecto de ley a fin de transferir al jefe de Gabinete los superpoderes sobre la distribución de asignaciones del presupuesto nacional, facultad privativa del Congreso, que, progresivamente, despojado de sus atribuciones constitucionales por medio de incalificables delegaciones de poder se ha transformado en una institución decorativa, pero necesaria para sostener una ficción republicana de división de poderes.
El 28 de junio, en la Casa Rosada, donde tienen acceso hasta personajes insólitos, se le cierra el paso al ex presidente doctor Raúl Alfonsín, quien, acompañado por los hijos y nietos de don Arturo Illia, va a depositar una corona de laureles al pie del busto del gran repúblico que, para gloria de los argentinos, fuera también su presidente ejemplar. Se cumplen, ese día, 40 años de su infame derrocamiento.
La corona, símbolo del homenaje prohibido, queda, finalmente, suspendida de una de las vallas que rodean la Casa de Gobierno, en la cual, en 1983, fue el presidente Alfonsín –con el 52% de los votos– el que abrió sus puertas a la democracia pensando, ilusionado, que no se cerrarían jamás. © LA NACION
*Publicado por "La Nación" el 13/07/2006. La autora fue diputada nacional (UCR) y ex presidenta de la Comisión Nacional de Alfabetización.
1 de abril de 1928. YRIGOYEN PLEBISCITADO
Hace 6 años.
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