Por Nélida Baigorria
La legislación educacional argentina carecía de una ley nacional, federal u orgánica -cualesquiera de las denominaciones es pertinente- que fijara la coherencia del sistema y estableciera, al mismo tiempo, relaciones conexas en la gradación de los estadios educativos, para asegurar la observancia de dos fines esenciales: el derecho de todos a la mejor calidad de la enseñanza y la formación integral del alumno en las tres esferas clásicas de su personalidad: la intelectiva, la afectiva y la volitiva. Perseguir como fin último la consolidación de un ser humano libre, autónomo, susceptible de desarrollar en actos su rico bagaje de potencias básicas para el logro de su soberanía personal y su adscripción permanente a los valores de la democracia.
La ley 1420 cumplió, con absoluta eficacia, los objetivos propuestos, pero no contó con instrumentos legales correlativos que continuasen en los demás ciclos la construcción iniciada por esa sabia norma de educación común. En el largo discurrir del tiempo hubo múltiples proyectos parlamentarios y mensajes del Poder Ejecutivo, como lo fue, en 1918 -durante la presidencia de Hipólito Yrigoyen- la ley orgánica de educación, proyecto del ministro Salinas, que no llegó a ser tratado en el Congreso.
La ley federal de educación, sancionada en 1993, durante la gestión del presidente Menem (109 años después de la sanción de la 1420), que supuestamente debía ser la gran ley que pusiera fin al caos en que se debatía un sistema ya agónico, acrecentó, por el contrario, de manera exponencial, todas las fallas preexistentes, llevándose consigo una generación sin la herramienta intelectual reciamente forjada para luchar, con éxito, dentro de la sociedad competitiva e insolidaria en la que deberá moverse. Entretanto, los responsables de su sanción y su implementación ya no podrán "racionalmente negar su fracaso", porque la evidencia le ha dictado el fallo de "cosa juzgada".
Frente a ese derrumbe estrepitoso, el oficialismo -y ciertos sectores de la oposición comprometidos con la gestión del Gobierno- ha acuñado una propuesta: "Mirar para adelante". Sostienen que las responsabilidades deben quedar en el pasado, puesto que hurgar en él exhuma imputaciones recíprocas de hechos irreversibles que conspiran contra la paz social y la armonía que exigen "los consensos". Sin embargo, y como paradoja, cuando se trata de otros aspectos de nuestro ayer político, que consideran idóneos para la captación proselitista en la que están empeñados, a semejanza de la mujer bíblica, sólo miran para atrás. Con un lema recurrente: "Memoria, verdad, justicia".
Los denominados equipos técnicos, "políticamente asépticos", como se autocalifican para asegurar su permanencia vitalicia, y quienes gestaron y dieron vida a la ley, aunque sólo "miren para adelante" y desechen una aleccionadora ojeada retrospectiva, no ignoran que fueron advertidos por las voces más jerarquizadas en el área de la investigación pedagógica y en el terreno de la praxis docente dentro del aula. En el ejercicio constante de la profesión, todas ellas señalaron con muchísima antelación las nefastas consecuencias de esa ley retrógrada, mímesis de la dictada en España en 1970 en plena vigencia de la dictadura franquista.
En un trabajo publicado en este medio el 22/6/05, con el título La trampa del facilismo en educación, señalé: "Los responsables de la debacle y los intereses corporativos que cogobiernan con ellos trabajan ya en el emparche artero de algún aspecto de su estructura, pero preservando, siempre, como hecho consumado, el principio filosófico (ínsito en la ley) con respecto al carácter supletorio que el Estado debe cumplir en el gobierno de la educación". Fue, pues, un vaticinio cumplido.
En efecto, los parches que elaboraron, sigilosamente, el ministro Filmus y sus colaboradores para salvaguardar las esencias de la ley federal, incluso adosando leyes fuera del marco educativo global, ya tienen nombre propio, se denominan: ley de enseñanza técnica y ley de financiamiento educativo. El Diccionario de la Lengua define al verbo emparchar de la siguiente forma: "3- acepción (fig,) encubrir una cosa". Creyeron, tal vez con infundado optimismo, que esas dos leyes servirían, de subterfugio, para aplacar la demanda de la derogación de la ley federal no sólo por su estructura antipedagógica, sino fundamentalmente por su filosofía reñida con la tradición democrática de la educación argentina.
No obstante esos juegos malabares, la presencia descarnada de la realidad les exige a los responsables de ese engendro legislativo iniciar un proceso de supuesta modificación. Se aduce la necesidad de hacerlo con urgencia, dado que no se está en tiempos electorales, y para ello, nuevamente, la machacona convocatoria a una ronda de instituciones educativas, gremios docentes, padres, sociólogos, psicólogos, reuniones en ambas cámaras del Congreso, en desfile incesante, previa advertencia de que no se alterarán los artículos atinentes a la política educativa que garantiza la vigencia de la función supletoria del Estado en el gobierno de la educación, como, implícitamente, lo acuerda la ley.
Esas consultas a grupos ideológicos heterogéneos para dirimir los puntos de coincidencia esenciales orientados al logro de un instrumento legal que satisfaga a todos es una burda maniobra de engaño, a priori frustrada, dado que el mismo ministro ha anunciado la intangibilidad de los artículos doctrinarios. Quedará, pues, inamovible esa difusa cláusula que no define -sin circunloquios- el derecho inalienable e imprescriptible del Estado democrático para el ejercicio del gobierno de la educación.
No se modificará, tampoco, el industrioso sofisma de involucrar en lo público a la enseñanza privada, valiéndose del aditamento gestión -estatal o privada- como si se tratase de instituciones con el mismo estatus, subdivididas en dos grupos operativos. Y permanecerán también, entre tantos otros, la potestad de otorgar títulos oficiales sin examen de Estado y el privilegio concedido al sector privado de participar en el planeamiento educativo nacional.
El destino de la educación popular que nos jerarquizó ante el mundo se juega una vez más desde las bancas del Congreso de la Nación. Desde ellas, con la ley federal en 1993, se abrió el camino hacia la privatización encubierta, meta perseguida durante un siglo por quienes, aún nostálgicos de la colonia, no aceptaron jamás el mandato de Mayo, que Sarmiento encarnó como un desafío al porvenir. A esas cámaras compete, pues, la responsabilidad de la enmienda.
En nuestros años de estudiantes aprendimos un principio de química que nos sirvió luego para aplicarlo a la versatilidad de la conducta humana, cuando la demanda de sus conveniencias triunfa sobre el imperativo ético que exigen los valores; aquel famosísimo enunciado de Lavoisier que memorizamos en la adolescencia y quedó en ella, indeleble. Dice: "Nada se pierde, todo se transforma". Las formas cambian pero las esencias quedan, por tal razón, no puede asombrar que sean el ministro Filmus, el gobernador Solá, la vicegobernadora Giannetasio y sus "equipos técnicos apolíticos" -por ende inimputables- quienes hoy exalten la necesidad de una nueva ley, en la cual el príncipe de Lampeduzza, sin duda alguna, habría podido inspirarse para un capítulo de su Gattopardo.
Los legisladores que hemos tenido el privilegio de participar, y hasta de ser protagonistas en los trascendentes debates educativos del período parlamentario 1958-1962 -durante la presidencia del doctor Arturo Frondizi- conocemos bien, porque lo hemos vivido, cómo actúan en las sombras los grupos de presión y cómo las corporaciones educativas privadas acuden a métodos de coacción, sutiles o agresivos, pero siempre subrepticios, en pos de la conquista de un fin último: introducir en todos los instrumentos legales el principio de subsidiariedad del Estado y, por lo tanto, de su función supletoria en las zonas en las cuales la demanda no satisfaga las expectativas de lucro del mercado. Y abrigan también un muy escondido anhelo: la participación proporcional en el presupuesto educativo.
La aplicación de ese principio en el área económica hipotecó el patrimonio nacional; banderas extranjeras ondean sobre nuestro petróleo, nuestra energía, nuestras aguas, nuestras tierras. No obstante, ésa es riqueza rescatable el día en que los argentinos repudiemos para siempre a los cínicos y el burdo chauvinismo de sus discursos demagógicos y nos irgamos con plena altivez cívica para defender lo nuestro.
La otra riqueza no podrá repararse jamás; es haber dejado inerme, intelectual y cívicamente desguarnecida a una generación de niños y jóvenes formados bajo la férula de una ley educativa que abrió el camino hacia la privatización de la enseñanza, con gestiones ministeriales que incentivaron el facilismo, la desidia, la indisciplina, las promociones al margen de los conocimientos.
La ley federal, en síntesis, concretó un logro largamente soñado por los eternos detractores de la educación popular: escuelas para ricos y escuelas para pobres, tan lejos, tan distante de aquel ideal sarmientino de la escuela común, igualitaria, democrática, integradora, fragua de argentinos libres, lúcidos y orgullosos de sus orígenes históricos.
Es doloroso que las voces gremiales de censura y repudio ante una política educacional tan regresiva -que llevó al país a este marasmo en el que hoy están atrapadas la niñez y la juventud- se hayan silenciado y no exijan, como ayer, a los representantes del pueblo la derogación de la ley. Que no lo hagan, con aquella misma bandera azul y blanca con que cubrían la República durante las inolvidables manifestaciones de 1993, en las que un emocionante conglomerado humano colmó plazas y calles en defensa de la escuela pública.
La autora fue diputada de la Nación (UCR).