Por Nélida Baigorria
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La política, como la ciencia y el arte de gobernar, es una disciplina humanística cuyo estudio convoca a quienes desean indagar sus fases teoréticas, pero sin el objetivo de llevarlas a la praxis. Sin embargo, la política es, para muchos, una vocación, un llamamiento o una inspiración que impulsa a actuar para poder intervenir en los asuntos públicos, sea con su opinión, su voto o su gestión ejecutiva en los poderes del Estado.
La vocación política no se revela, habitualmente, en la niñez. Se descubre en los años dorados de la primera juventud, cuando el amor se cree eterno, el horizonte siempre luminoso y la vida un camino a perpetuidad. Esa vocación, en democracia, conduce a la afiliación a un partido político, donde se hallará el escenario para la militancia y el ascenso progresivo hacia cargos de conducción. Su peculiaridad consiste en que se trata de una vocación pasional, con tal arraigo en lo profundo del ser que se la lleva consigo hasta el instante final.
Recuerdos de viejos tiempos vividos en las aulas se activan para traer a la luz de la conciencia aquellas metáforas kantianas con las que se definía la emoción como un río que desborda, arrasa y luego con mansedumbre vuelve a su cauce, mientras que la pasión era, en cambio, el río subterráneo y silente que va cavando con sigilo su propio lecho y no tiene retorno porque se instala en el espíritu para siempre. La política, que nutre las ideas valiosas con una fuerte pasión que las dinamiza es, en definitiva, la única acción humana susceptible de trabajar sobre la realidad para transformarla en la herramienta forjadora del bien común.
Este prolegómeno conduce a un objetivo: ¿qué motor interior mueve a elegir tal o cual partido político para concretar una afiliación de origen legítimo antes que una devolución de favores a un caudillo erigido en el pater familias de determinada sigla partidaria? La respuesta es sólo una: comunes concepciones filosóficas acerca de valores perennes, como la libertad, la igualdad, la justicia, la solidaridad, la fraternidad humana y, en el orden político, el Estado de Derecho, dentro del régimen republicano.
El ideario democrático diferirá en forma abismal del totalitario. En este último caso, la afiliación será compulsiva; en el primero, el acto voluntario de adherir a un partido político supone una adscripción a la profesión de fe doctrinaria y a sus bases de acción política, batería ideológica que involucra principios no negociables, porque constituyen el basamento ético de su esencia filosófico-política.
¿Qué debe entenderse, entonces, por disciplina partidaria, si no la observancia plena de los postulados básicos que definen la identidad del partido que el ciudadano escogió para afiliarse y luchar por su triunfo en las justas electorales? ¿Cómo funcionan los tribunales de conducta cuando se vulneran las líneas directrices de la doctrina partidaria?
El espectáculo que hoy ofrece la República refleja hasta qué extremo se ha degradado el valor de las convicciones y cómo el ámbito político fue invadido, en no pocos casos, por oportunistas que, sin vocación alguna y muy tardíamente, descubren que el ingreso en el mundo de la política puede brindarles el ascenso estelar que en otros terrenos les niega la vida, como la fascinación de la alfombra roja o el deslumbramiento por ciertas fatuidades que también son privativas del poder.
El pasaje sin escrúpulos ideológicos a un signo político antagónico, la constitución de alianzas que escapan a la comprensión más endeble sin que exista razón posible que las justifique, los alineamientos insólitos en los recintos parlamentarios y los realineamientos posteriores, de acuerdo con voces de mando extra-Congreso, la ausencia de lealtad al propio pensamiento y a la doctrina condensada en la plataforma electoral que se juró respetar, todo esto, por su gravedad, debería ser repertorio de trabajo diario en los despachos de los tribunales de conducta de los partidos. Eso contribuiría a rescatar, en algo, la legitimidad del quehacer político, al sancionar con ejemplar dureza las versatilidades, por conveniencias personales, de los logreros de la política.
Sin embargo, la impunidad parece ser la norma, porque sólo esporádicamente se notifica a la opinión pública de fallos que penen defecciones incalificables. Esta actitud de los tribunales de conducta induce a pensar que el acatamiento a la disciplina partidaria se impone sólo en los debates parlamentarios, cuando se trasgreden principios que la ciudadanía votó y cuya defensa, en cambio, lleva a la aplicación de sanciones disciplinarias a quienes tuvieron la fuerza moral de resistir.
Si, como se ha señalado, la política es una ideología dinamizada por la pasión hacia el gran ideal del bien común, los límites de la disciplina partidaria se ubican en el estricto cumplimiento de la profesión de fe doctrinaria y de la plataforma electoral que es su expresión concreta. En la cultura occidental, Aristóteles enseñó, hace 2300 años, que la política es inescindible de la ética. Por tal razón, cuando los intereses derrotan el universo de los valores, el quehacer político entra en los atajos del pragmatismo (tan exaltado como instrumento de la modernidad que exigen los tiempos por aquellos para quienes la conducta es una línea oblicua).
Hace más de medio siglo, un brillante diputado del legendario “bloque de los 44”, Luis Dellepiane, sentenció: “En un instante en que los hombres yacen seducidos por la corrupción no puede ofrecérseles escapatoria; cuando la estrategia y la táctica aparecen, ya se inicia la claudicación de la conducta, y con el pretexto de que los fines justifican los medios se termina por confundir los medios con los fines, quedando subsistente el aspecto inmoral como consecuencia de la acción frustrada”.
Esta sentencia de Luis Dellepiane está vigente en este nuevo instante de nuestro país; se han olvidado normas esenciales en el juego de la democracia, se está demoliendo la arquitectura jurídica de la República, y los posicionamientos políticos, antes que a convicciones ideológicas, acuden a acertijos a fin de que una predicción les permita intuir qué divisa se llevará el poder y cómo sellar alianzas para no quedar excluidos. En el siglo XXI, las encuestas reemplazan a Casandra.
La estrategia y la táctica, también ahora, han desplazado la conducta a la cual los “sagaces pragmáticos” denominan “principismo estéril”. La disciplina partidaria involucra, para el afiliado, sólo un compromiso ético: acatar las resoluciones que se ciñan a los principios consignados en la doctrina y, cuando se tienen representaciones legislativas, que el voto surja de un acuerdo entre la recta razón y la conciencia moral; éstos son pues, sus límites infranqueables.
El país ha sufrido dolorosísimas fracturas en virtud de esas “coaliciones pragmáticas” que sólo buscaron poder, creyendo, cada sector, que luego le sería factible prevalecer sobre los otros. La compatibilización entre fuerzas de signo contrario en el ejercicio del gobierno supone una empresa imposible, porque es un conocimiento de aritmética elemental el que las unidades heterogéneas jamás podrán sumarse. Nunca sumar pesos más kilos ni litros más metros, enseñan las buenas maestras de los primeros grados.
Es aleccionador exhumar, una vez más, de la memoria colectiva, el recuerdo de dos coaliciones que fueron nefastas para la República, ambas se dieron en la segunda mitad del siglo XX: el Frejuli y la Alianza, cuyos fracasos conmovieron las bases mismas de nuestra estructura institucional. Para ejemplificar sus efectos y el porqué de su desintegración bastaría observar las ubicaciones políticas que hoy exhiben algunos de quienes hasta ayer compartían el poder.
La reclamada reforma política será sólo un placebo si los responsables de su legislación, envueltos en un medio que ha perdido el valor ético como fundamento de la acción política, no comprenden que, del gran rescate moral que debe hacer el país, la prioridad indelegable es el retorno a la virtud republicana y, con ella, a todos los atributos que le son inherentes, legado histórico del gran Mariano Moreno con el primer aliento de la patria
Las elecciones de 2007 nos aguardan, son ya mañana; si los argentinos, sin atender las lecciones del pasado, seguimos girando en los mismos círculos concéntricos –en los que estamos apresados desde hace seis décadas– y volvemos a los contubernios para dirimir nuestro futuro como país, un día tristísimo, frente a los escombros de nuestras instituciones, estaremos condenados a repetir las patéticas palabras de Brutus, ardiente defensor de la república romana, cuando, derrotado por Octavio y Antonio, se quita la vida con su propia espada diciendo: “Virtud, no eres más que un nombre”.
La autora fue diputada nacional (UCR) y presidenta de la Comisión Nacional de Alfabetización