viernes, 22 de diciembre de 2006

OPINION

La Caída de De la Rúa, hace cinco años.



¿UN GOLPE DE ESTADO?



Por Osvaldo Álvarez Guerrero (especial para “Río Negro”)



Cuando estamos muy cerca de los acontecimientos sociales y en la inmediatez de los hechos políticos, caemos en la tentación de creer que vivimos momentos de gran trascendencia para el futuro. En esos casos es probable que nos equivoquemos en cuanto al rumbo que las cosas van a tomar. Aun hoy, a cinco años de los hechos que terminaron con la renuncia del Presidente Fernando de la Rúa, no esta claro cuáles fueron los cambios que en lo hondo de la sociedad y de sus instituciones se dispararon como consecuencia de lo ocurrido realmente en el periodo que culminó el 19 y 20 de diciembre de 2001.

Hubo, inicialmente, dos interpretaciones respecto a los sucesos. La primera, en general esgrimida por la izquierda, pensaba que se trataba de una crisis orgánica del capitalismo, y de su expresión en el llamado modelo neoliberal. Una izquierda confusa - consciente de su alejamiento del poder estatal y de su propia impotencia para imaginarlo - se esperanzaba en la intervención de las “masas populares”: veía en ellas y en su movilización callejera los prolegómenos inmediatos de una revolución social.

Las clases medias porteñas, afectadas por el primer corralito, y los ahorristas que creyeron que podían seguir cobrando tasas del 12 % sobre dólares de libre disposición, no tenían, el tiempo lo ha demostrado, ninguna pretensión revolucionaria. Y los asaltos a mini mercados del conurbano por un activismo esporádico de cierto lumpen utilizado como clientela violenta durante muchos años, no eran una insurrección espontánea del proletariado para asumir su dictadura. No había allí “lucha de clases”, ni mucho menos una alianza de los lastimados para tomar el poder. Eran, mas bien, productos secundarios del propio modelo económico social, al que no querían cambiar, sino usufructuar.

Otra actitud, mas realista – en realidad una respuesta práctica de quienes tenían capacidad de decisión concreta ante la crisis planteada – actuó en el marco de las instituciones políticas existentes. Aunque estaban seriamente impugnadas y desprestigiadas, aun subsistían, y en ultima instancia, eran las únicas que tenían la posibilidad de ser eficaces. La clase política, con el apoyo de grupos económicos locales, tuvo éxito en encontrar una salida mas o menos provisoria a una crisis que no era, como muchos creyeron, tan terminal

Si se hubiera convocado a un referéndum el 20 de diciembre de 2001 para que los argentinos opinaran sobre la permanencia de la convertibilidad uno a uno, o sobre la devaluación del peso argentino quizá el 90% de la población habría votado por la primera opción. Nadie quería la devaluación. El problema no radicaba entonces en discutir si la devaluación era buena o no. La verdadera cuestión, que apenas se deslizo en el debate público, era dilucidar quien se beneficiaba con la devaluación, y quien se perjudicó. Todos alegaron quebranto, pero algunos ganaron mucho.

La devaluación era esencialmente un hecho, y los hechos no polemizan, simplemente ocurren. El gobierno, ante la imposibilidad de seguir obteniendo del exterior los dólares que permitieran el sostenimiento del tipo de cambio y la fuga de las divisas, solo fue espectador del desastre. Como lo fue ante el “default”, inútilmente proclamado con aplausos del Congreso por el efímero presidente Rodríguez Saa. Ese “default” subsistió hasta que el nuevo gobierno obtuvo una quita y se comprometió a pagar lo que debía. (Al margen: el “éxito” de la dupla Kirchner-Lavagna de haber obtenido la aceptación de la mayoria de los acreedores del pago con quita y ampliación de plazo, ha sido relativizado hace pocos días por el ex titular del Banco Central, Alfonso Prat Gay, quien afirmó que en realidad se iba a pagar mucho mas de lo que se había anunciado, y que la Argentina seguiría sujeta a los acreedores con tanta o más fuerza que antes).

Al fin, la superación de la crisis fue fruto de circunstancias exteriores: el espectacular crecimiento de los precios internacionales de los productos que la Argentina puede producir y exporta. La habilidad de los políticos para sobrevivir, a pesar de su justificada mala fama, e incluso para conducir la salida de la tormenta, fue magistral. La consigna popular tan primitiva como inconducente, “que se vayan todos”, no prosperó. La supervivencia se debe a que, a partir de una despolitización objetiva, mansamente aceptada por esa dirigencia, se había establecido, desde varios años antes la autonomía de la economía. Como decía un fino politólogo italiano, Ricardo Terzi, en La crisis de la política (Ciudadanos Nro.1, 1999): “el poder real se ha posicionado fuera del circuito político. El universalismo democrático fue desplazado por el particularismo de los intereses económicos”. Esta autonomía de la economía permite que sea el funcionamiento de la maquinaria ejecutada por actores empresariales en la gran industria, la producción y el comercio agrarios, y la banca quien en verdad manda. Por eso, otro italiano hoy de moda – y los italianos saben muchos de todo esto - Roberto Esposito, en Categorías de lo impolítico, (Editorial Katz, 2006) afirma que la despolitización es la forma política que tiene la economización de la sociedad.

La intelectualidad, cuya función debiera ser importante para iluminar los procesos de desbarajuste social, perdió en la Argentina su actitud crítica: y quizás el ámbito académico de la Universidad sea la mejor expresión de esa carencia, si se exceptúa el activismo frenético de algunos grupos estudiantiles. O se cansó de no entender nada, o bien, mas grave todavía, una parte importante de ella adoptó en los últimos dos años una suerte de cauto oficialismo, a veces tenuemente vergonzante.

Ya en octubre de 2001, De la Rua denunciaba la existencia de una conspiración para desplazarlo de la Presidencia. Después de caído insistió en esa acusación, incluso dando nombres y apellidos concretos.¿Hubo, en efecto, un golpe de Estado? Se trata de una categoría conceptual difusa y mal utilizada, pero quizá aplicable al caso argentino. El cambio se limitó a las personas y no fue más allá de algunas de ellas, mas decididas y ambiciosas. Esas figuras preponderantes no solo tenían responsabilidad directa en la construcción y sostenimiento del modelo neoliberal, sino también en su propia crisis. La sorprendente impericia, la rigidez esclerótica y la incomprensión de lo que estaba pasando, era la más notoria característica del estilo delarruista. Paradojalmente, el Presidente, al irse, cumplió con su deber. Pero yéndose destruyó también la confianza ciudadana. De este desmoronamiento, fueron cómplices quienes lo echaron, no por la fuerza de las armas, sino por la presión de la negativa a todo acuerdo respecto de su permanencia. Para sostener las nuevas condiciones económicas, y tratar de compatibilizar los enfrentamientos de intereses y la queja social de los heridos por la recesión, los responsables del nuevo gobierno distorsionaron la legalidad hasta sus limites inimaginables en una republica mas o menos respetuosa de sus reglas de juego.

Y en lo que respecta a la llamada reforma política, después de cinco años, aquí no ha pasado nada. Hoy se habla de la baja calidad de las instituciones, y del desprecio que por ellas tiene el gobierno. Pero a decir verdad casi todos –incluyendo la llamada oposición, los empresarios, y hasta la ciudadanía en general – sienten una displicencia casi cínica por lo institucional.

En estas condiciones nadie podría ganar elecciones sobre la base de un reclamo por la purificación y el progreso de una legalidad que se presenta deformada, pero que nada significa ante el empuje de una economía autosatisfecha. ¿Porqué alarmarse, entonces, ante una latencia de crisis políticas, y de la nueva categoría de la inestabilidad argentina: “los golpes de estado así llamados institucionales?”

La sociedad en su conjunto se muestra fatigada, hasta en sus protestas, que sólo tienen repercusión entre quienes se quejan ante la molestia de todo el resto de una población masivamente individualista. Las crisis argentinas son latentes, se prolongan, se ocultan, se disimulan. A veces florecen en una primavera de ideas, inteligencias y energías colectivas, en una generación de lúcidos dirigentes. Otras veces, de ella solo brotan algas ya mustias al nacer, como en los ríos contaminados.

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